Él
era
así.
Tres cuartos
de debilidad,
uno de
aventura.
Le interesaba
rodearse
de vivos
para
llenarse
de versos.
Y nunca
olvidaba
el camino.
No sabía
despedirse,
pero se moría
por volver.
Y jamás se
cansaba
de descubrir
rincones,
de calles
y de cuerpos.
Solía
volar
alto.
Pero
sus alas
habían
sido
cosidas
a costa
de otros.
Y le jodía
tener
que morir
algún día.
Por eso
buscaba
la mejor
manera
de afrontarlo.
Pero
no podía
dejar de fumar.
Ni de calarse
los labios.
Y el corazón
le latía
a la izquierda,
quiero decir,
más de lo normal.
Y muy rápido.
Y luego estaba
ella,
y su problema
de adicción.
Y los
kilómetros
que se habían
inventado
para nada.
Siempre me hablaba
de los pequeños
detalles
que marcaban
su sonrisa.
De las
palabras
que hacían
temblar
su cerebro.
Que leía bien
y escribir,
sabía escribir,
como todo el mundo.
Pero que se
conformaba
con eso.
Y me reconocía
sus intentos
fallidos
por sonar.
Y que tenía
preguntas
sin resolver,
que a veces
se asustaba
de la vida.
Que no sabía
escoger.
Pero que
nunca se
arrepentía.
Que
ardía
con su
continuo
choque
de ideas.
Yo le veía
cada día,
jugando
a crecer.
Echándose
a la espalda
alguna ciudad.
Una mañana,
al despertar,
pasé
frente al
espejo
algo más de
ocho
segundos.
Desde
entonces,
nunca
más
he vuelto
a tener
noticias
suyas.
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